Siempre dudo

Siempre dudo cuando me detengo a analizar mi forma de escritura. Por una parte quiero escribir en un tono triste y dulce; pero, por otra parte, el cuerpo me pide ironía y dura acidez. Generalmente, siempre marcado por mi carácter cambiante e impulsivo, los resultados escritos terminan siendo una mezcla que apenas puedo controlar y que es fiel reflejo de mi persona y de mi carácter. En mi trabajo creativo sólo soy capaz de controlar los pasos previos, los que se desarrollan en la mente. En esa fase prediseño con decisión y un alto grado de reflexión cómo será mi escritura, de qué tratará, cómo dibujaré sus cimas y sus valles. En ese punto llega un momento en que lo tengo todo muy claro en la cabeza, y ahí es justo cuando llega el caos de la escritura. Todo se vuelve nebuloso y parece que las manos deciden a su antojo, pasando de lo que pensé y de lo que decidí hacer desde la razón. En ese momento es cuando empiezo a disfrutar de la escritura, porque fluye con hambre y sin medida. Yo no soy ya quien lleva el control, es otra cosa que no acierto a definir la que me incendia y me mueve. A partir de este punto todo son primeras tomas que acabarán siendo, sin más, las definitivas; y no corrijo nada de lo escrito, pues si lo hago, me asalta un sentimiento de traición hacia ese impulso que me llevó a escribir frenéticamente. Y disfruto con la escritura; disfruto tanto, que las horas pasan y no me percato de ello. Si lo que queda es bueno o malo, no me importa demasiado, porque esas palabras unidas son siempre una parte inseparable de mí, como un órgano vital del que no puedo prescindir aunque duela, moleste o dé placer.
A veces me inquieren sobre mi proceso creativo y lo hacen con preguntas asertivas que dan por hecho un complejo trabajo mental antes y después de la escritura, y yo sonrío porque sé que quien hace esas preguntas no entiende nada de lo que me sucede y no podría aceptar jamás la «facilidad» y el «azar» como bases fundamentales de mi creación. Explicar que algo ha llegado porque sí, sin buscarlo, sin apretar, sin pulir, sin sufrir... le jode mucho a los que piensan que la literatura sólo puede ser posible por el sufrimiento, por el trabajo constante y por una formación durísima. Yo me quedo con las palabras aquellas que Pepe Hierro pronunció en el Hotel Colón de Béjar: «La poesía es como el oxígeno. Está siempre ahí. Si quieres, la respiras. Eso es todo.». Lo mismo es que no soy poeta –que ahora está muy en boga la semántica. Hasta en la protesta social y en la lucha política–, circunstancia que no me preocupa demasiado; más cuando sé a ciencia cierta que mis poemas dicen exactamente lo que yo quiero decir y como quiero decirlo. Si ellos fluyen, yo sigo viviendo. Si ellos se apagan, es triste, pero yo sigo viviendo también. No cuento ya cuando algún estudioso se lanza a analizar mi obra sin conocerme de nada, sin haber tomado unas copas juntos... el resultado es tan ridículo, por su grandilocuencia y por sus absurdas suposiciones, que yo mismo me admiro de la imagen que extraen de mi persona y de mi obra, y me terminan convenciendo de que todo es mentira, una mentira alimenticia que les sirve para ganar algunos eurillos con los que comer y beber, y por ello los disculpo y sonrío. ¡Infelices!

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