Grundtvig

Cuando Grundtvig dijo en el siglo XIX que «las gentes sencillas se sienten inseguras y se desaniman, los hombres cultivados dudan y calculan y los ricos se dedican a gozar y dormitar. Para la mayor parte de la población Dios es tan sólo una idea y la patria una palabra.», ya demostró que los países nórdicos iban muy por delante de los demás en el terreno de las ideas. Reconozco que he leído a pocos autores nórdicos –craso error de cálculo por mi parte–, aunque hubo un tiempo en el que me enganché a Ibsen, porque me gustó aquella idea suya que aparecía en «Un enemigo del pueblo» en la que venía a explicar que el hombre más fuerte siempre sería el hombre más solo. Luego me aburrí mucho con Ibsen y le olvidé, abandonando en los rincones más escondidos de mi biblioteca sus libros azules de teatro con tapa plástica e impresión en oro. Con los años, lo intenté con Kierkegaard, entusiasmado por alguna conversación con colegas muy leídos y por una idea estupenda sobre el amor que me dejó este tipo tan nombrado, algo así como que «el amor sólo es hermoso mientras dura el contraste y el deseo; después todo termina en flaqueza y costumbre» (aún tengo anotada la cita en uno de mis cuadernos antiguos). Últimamente, mi afición diarística me ha llevado hasta Ingmar Bergman para anotarme con letras de fuego esta frase de su «Diario»: «La vida tiene exactamente el valor que uno le atribuye». Entre los poetas he leído –por suicida– a Karoline Günderode (absolutamente magnífica), a Tor Jonsson –también por suicida– (delicioso) y a Jens Bjorneboe –por supuesto que suicida– (espléndido y recomendable). A los tres les dediqué un poema en mi libro «Paraísos del suicida». Ahora tengo previsto comprar obra –si es que la encuentro en algún lado– de August Strindberg, del que tengo buenas referencias, para leerla mientras escucho la música de Sibelius. Y es que llevo una temporada pensándo en ponerle límites geograficos a mis lecturas y hacerlas seriadas para intentar calar en la influencia de la tierra y el paisaje vivido sobre la escritura. Todo con el fin de escribir un pequeño ensayo que me ronda por mi gran cabezota desde hace bastantes meses.
Otro de mis deseos últimos es convertirme en un escritorzuelo más conceptista aún de lo que he sido hasta ahora y así, de paso, me cisco en el espíritu de Soto de Rojas, que lo he leído hace unos días con la intención de mejorar mi vena sonetista y he acabado hasta los mismísimos cojones. Para muestra, un botón: «Del áspero segur la seca rama / se querella, si al fuego la condena; / la blanca vela, de la parda entena, / si su tesoro el Aquilón derrama; // si al coral falta su cerúlea cama, / se altera endurecido en tierra ajena; / el mal seguro leño en mar serena, / gimiendo, al monstruo que le rige infama. // Éstos se quejan sin tener sentido, / sin tener vida: pues que vivo, y siento / fuego en mi pecho, mares en mis ojos, // la boca en aire y a la tierra asido, / portentoso de amor soy vencimiento. / Deja, Fénix, que sienta mis enojos.». Ya le valía al colega para su seca calavera, ¿no? Y que viva don Francisco de Quevedo, ¡coño!

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