La singularidad

A la singularidad nunca se puede llegar desde la efectación ni desde el culto a lo artificial, sí desde el pensar y el hacer de forma espontánea. Por ello es necio quien se presta a distinguirse de los demás de forma calculada y epatando como un estúpido [corto parece a veces el espacio que separa al ser verdaderamente singular del incorregible estúpido, pero la distancia entre uno y otro es infinita].
Singularizarse, por tanto, no es ir armado de la necesidad de mostrarse brillantemente y rebuscadamente novedoso, sino vibrar en la misma cuerda del mundo, interpretarlo para uno mismo, interiorizarlo y formarse una opinión [que puede ser distinta –muy pocas veces– o igual a las ya conocidas, pero una opinión propia y elborada].
Así visto el asunto, la singularidad consiste sencillamente en ir dotando a tu intelecto de un material que está flotando fuera de él y que hasta el momento de procesarlo no lo tenía como propio.
Por tanto, singularizarse no consiste en darse a la extravagancia, a la pose ampulosa o a la voz sobresaliente y artificial… no consiste tampoco en poner enfrente al otro para arbitrar diferencias y tomarlas [eso nos acerca al ridículo de la competencia], lo que llevaría a la ‘apariencia’ y a la extravagancia, cuando lo que se supone fruto de la singularidad es la ‘espontaneidad’.

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