Kropotkin

Hoy he vuelto a leer el encendido breviario «Nuestras riquezas», de Kropotkin. Apareció en una caja que mantenía cerrada desde hace diez o quince años junto a mis libros de universitario (tratados de bioquímica, botánica, microbiología, citología e histología... Abrir la caja ha supuesto recuperar de golpe miles de recuerdos almacenados: la militancia antifascista, el rigor de algunos profesores, las noches del colegio mayor San Bartolomé, las novietas de entonces, los colegas a los que no he vuelto a ver jamás, la vietnamita y los panfletos... Pero «Nuestras riquezas» ha sido el hallazgo más jugoso, esa crítica voraz a lo acomodaticio del parlamentarismo que mastiqué cuando paradójicamente soñaba con una democracia. Recuerdo que toda la argumentación de Koprotkin sobre los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos y sobre la usurpación de ese trabajo coletivo por las clases adineradas me llenó de una lucidez militante que me dio fuerzas durante muchos años. Recuerdo casi de memoria el final de ese texto, porque me lo aprendí entonces: «...así deberá obrar la sociedad libertada. Para realizar la expropiación, le será absolutamente imposible organizarse bajo el principio de la representación parlamentaria. Una sociedad fundada en la servidumbre podrá conformarse con la monarquía absoluta; una sociedad basada en el salario y en la explotación de las masas por los detentadores del capital, se acomoda con el parlamentarismo. Pero una sociedad libre que vuelva a entrar en posesión de la herencia común, tendrá que buscar en el libre agrupamiento y en la libre federación de los grupos una organización nueva que convenga a la nueva fase económica de la Historia.». También recuerdo que aquel texto me llevó a Gorki, a Esenin, a Maiakovski, a Anna Sehgers, a Alexander Blok (del que aún conservo en algún rincón escondido de mi biblioteca una edición cutre y argentina de su poema «Los Doce», en el que un batallón ruso era liderado por Jesucristo y que guardé por lo paradójico que me pareció en su día. Recuerdo que lo guardé junto a una serie de revistas de «Hermano Lobo» y un montón de recortes de la revista «Triunfo»)... Años más tarde recuperé aquellos sentimientos llenos de acné con la lectura más tranquila de Borís Pasternak, Wallace Stevens, Anna Ajmatova, Osip Mandelstam. Hasta que con Joseph Brodsky me convencí de que no todo el monte es orégano (a Brodsky lo descubrí gracias a Abraham Gragera, lo que no podré agradecerle nunca como se merece, pues me descubrió todo un mundo poético sin el talón de Aquiles de la revolución para molestarme o morderme). Las primeras lecturas, las del tiempo de la universidad, fueron siempre realizadas con ardor político y buscando lógica con la que apabullar a quienes no pensaban como yo. Tiempo perdido, en fin. Las lecturas posteriores me hicieron madurar en muchos aspectos, tanto interiores como de convivencia... Todas, absolutamente todas, me dejaron un latido especial que siento algunas noches, cuando estoy solo, unas ganas enormes de volver a gritar y apartar la derrota en los cajones olvidados. La revolución rusa destrozó el espíritu bellísimo de muchos escritores que la alentaron con ideales firmes y con un sentimiento vivísimo. Unos cuantos hijos de puta se encargaron de enfangarlo todo y ponérselo a huevo al puñetero capitalismo, pero la clarividencia de aquellos hombres y mujeres que escribieron los mejores párrafos de la literatura social y de la poesía revolucionaria aún sigue tan viva como el exacto día en que los sentimientos ardieron para hacerse palabras.
Y yo de patrón medio en ruina en esta edad tardía, casi pisoteando todo lo que pensé, pero intentando que cada día consiga poner sus acentos y sus interrogaciones, que ya es algo, coño.

Comentarios

  1. sólo kiero decirte como anarkista que es Kropotkin, pero esta mákina estúpida no me deja. Ah! y que tu sobrevuelas la mediocridad, no te atrapa, no la temas, el resto es rutina

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  2. KROPOTKIN, una anarkista

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