El hombre ubicado en el mundo

Es difícil sobrevivir sin ubicarte en el mundo, sin conformar cierta noción de tu propia importancia entre la gente con la que convives, singularizarte para quebrar la línea recta –por arriba o por abajo– que supone la media de todos. Y en esa singularización es donde sientes tu capacidad o tu incapacidad y, con ellas, te sientes lanzado a la vida, a su aventura; te sientes lanzado a continuar y continuarte, lo que supone el necesario no adjurar de la vida y de su azar.
Desde este punto de vista, la singularización por la individualidad termina siendo latido, un latido que nos aparta de esa cosa de genética social que tienen las comunidades marcadas biológicamente para un destino exacto [véase, por ejemplo, el comportamiento genético/social de las hormigas, individuos marcados desde su nacimiento para una misión concreta].
El hombre necesita indicio y posibilidad para seguir, distinción del otro y conciencia de ser diferente y capaz de plantearse metas personales e intentar llegar a ellas.
Desde el punto de vista biológico, parece que la perfección radicaría en individuos diseñados para hacer triunfar a la especie sin consideración al individuo: una sociedad perfecta en la que la individualidad es residuo de derrota y hay que eliminarla. Clases bien marcadas con labores exactamente definidas para conseguir un cuerpo conjunto con alto porcentaje de éxito en la supervivencia común.
El hombre es otra cosa, pues es capaz de tomar conciencia de sí mismo y de su entorno y pelear contra la lógica natural y su estricta ley de selección. La decidida individualidad hace hombre al hombre y lo hace especialmente contrario a las leyes naturales, llevándole a proteger a los miembros recesivos de su comunidad, a los débiles, a todos los descartados por la ley de selección. Y de esa individualidad nace el sentimiento de ‘contestación’ desde el que el hombre ordena sus propias leyes, marcando pautas –que nos parecerían absurdas en cualquier otra especie animal– que propician un crecimiento geométrico de población, cambiando los valores de supervivencia de la especie por los valores individuales contra el mandato natural.
Junto a ello, se suma una valiosa capacidad de valorar las posibles consecuencias y adelantarse a los problemas que aún no han surgido –es otro de los factores que hacen hombre al hombre–, consolidando territorios imaginarios de protección que presten un futuro distinto al de la supervivencia.

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