Einstein

Decía Alberto Einstein que «la vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa». Estamos en un mundo plagado de tipos sentados a ver lo que pasa –yo ya soy uno de ellos–, y en ese descansar mirando van ocurriendo las cosas movidas por los hombres de paja –los políticos– y ordenadas por «el capital». A nosotros, los tipos sentados, se nos alimenta con imágenes y con salarios justitos para el consumo, de tal forma que no tengamos jamás la intención de sublevarnos ni la intención de subir en la vida más de lo que se nos tiene programado. Grave responsabilidad en este proceso la tienen los intelectuales arrimados al poder, apoyando con palabras y gestos todos y cada uno de los iconos del imperio decadente en el que nos ha tocado vivir. Nuestra casa, nuestro negocio, nuestra empresa y el fruto de nuestro trabajo pertenecen sin remisión a la banca, que con su dinero de plástico, sus créditos y su euríbor se ha apoderado de nuestra economía, esclavizándonos con fecha fija. Siempre pensé en una banca nacionalizada o, como mucho, una banca sectorial participada y dirigida por sus propios clientes. Ya es imposible, y sólo una dura inclemencia natural podría abrirnos los ojos y dejarnos en precario para reordenar todo el sistema trazado para nuestra esclavitud. Ningún hombre o grupo de hombres puede conseguir nada luchando contra este monstruo desde la decepción, sólo la Naturaleza sería capaz de conseguir esa revolución pendiente y absolutamente necesaria. Sentirnos abandonados, hambrientos, doloridos, perdidos, sin nada a nuestro alrededor, aún sin el sentimiento del otro como apoyo y protección. Sólo el hombre desde su individualidad, desnudo, puede conseguir lo que se necesita para empezar de nuevo. Y no sé si esta visión del asunto viene de mi desolación o de mi angustia (decía Caro Baroja que «el joven siente angustia y el viejo desolación»), aunque puedo afirmar taxativamente que procede de un tremendo desencanto. En fin, que, para empezar, habría que acabar con las religiones –todas– desde una formación científica y pragmática (la cabeza está reñida con las plegarias y son absolutamente incompatibles), acabar también con la clase política asentada en su función de esbirros del capital e instaurar un sistema en el que el pueblo sea propietario inexcusable de cada una de sus decisiones –hasta las más pequeñas–, destruir la propiedad privada para reemplazarla por el bien común y el reparto igualitario de los bienes de producción y consumo (todo hombre debe ser propietario del bagaje intelectual y científico de sus antecesores, que los avances en medicina, física, bioquímica, genética, tecnología... no puedan pertenecer a empresas privadas, pues son patrimonio de todos los seres humanos), y acabar con esa clase intelectual tan dañina e interesada. El hombre debe pensar en su dignidad como tronco fundamental de actuación para comenzar a darle luz y sensatez al camino futuro, en su dignidad individual y en su dignidad grupal.
Sé que mis planteamientos beben demasiado en postulados de los primeros revolucionarios rusos, pero es que entiendo que ellos vislumbraron un camino magnífico que se encargó de estropear la ambición y la miseria de quienes lo pusieron en prática. Y hasta el día de hoy no he encontrado lecturas más atinadas que aquellas.
«No creo en el futuro. Acepto el fracaso. La sociedad quiere castrar, inhibir, no desea individuos auténticos y diferentes, sino que busca seres homogéneos. La verdad implica subversión de lo real, es revolución y transformación de lo dado y exige la construcción de una razón acorde con el inconsciente dirigida a la destrucción de la racionalidad irracional de la ideología.». Lo escribió Walter Benjamin, que dejo la vida cuando quiso y en Port Bou. Qué triste es que los hombres más preclaros tengan que autodestruirse ante la mirada de los necios, de esos hombres como yo que estamos sentados para ver lo que pasa.
Y luego está el asunto de la alegría de vivir, coño. El sistema está empeñado en que seamos unos jodidos tristes. Hace años que anoté en mi agenda una frase de Ciorán –tipo vivísimo para el exabrupto y la frase precisa– que contiene una de las verdades más incontestables que he conocido: «Las religiones, como las ideologías que han heredado sus vicios, se reducen a cruzadas contra el humor.». Y no es ninguna tontería, porque borrándole al hombre la sonrisa y robándole el sentido irónico se le somete mucho mejor. Cree en algo y dejarás de reír.

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