Seguir al poema

Muchas veces me pregunto sobre la finalidad del poema, sobre su uso, sobre la cruz o el gozo de conformarlo y sobre el vacío hacia el que navega siempre. ¿Por qué escribo poesía y para qué? Y sólo se me ocurren respuestas comunes que me he repetido siempre hasta el descanso de la duda.
Una de mis respuestas va por el camino de lo laudánico: escribo porque me calma, porque expulso tensión y silencios nocivos, porque el poema es chamán que sabe sacarme la rabia, el odio y la desesperación. ¿Lo hago sólo por eso? No lo tengo nada claro. Otras respuestas nadan las aguas de la comodidad del regate corto, de la suntuosa habitación de la vanidad, de todo lo alimenticio, de la mentira individual hacia lo colectivo.
La verdad es que ninguna respuesta me sacia. No sé por qué escribo y tampoco sé qué obtengo de la poesía, a no ser preguntas infinitas y enredadas que jamás me alumbran certezas, Sé institivamente que el poema me ayuda, me llega y se va, me acompaña; sé que a veces me duele hasta nacer y otras me mata de risa. Sé que es necesidad cuando falta e insatisfacción cuando respira, pudor cuando crece y tranquilidad absoluta cuando quiere morir. Averiguo que casi siempre es trampa propia y ajena.
El poema como arma contra mí mismo y contra los demás, como alimento del espíritu y como vacío en el otro, como lucha y como pecado justo para morir en gracia.
Seguiré preguntándome, seguiré preguntándole al poema. Quizás siga al poema sin más.

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