La petulancia es como la sangre

La petulancia es como la sangre, es indispensable para la vida del hombre, y sólo la estupidez puede ponerle sordina, porque no es lo mismo ser un petulante a secas que ser un petulante y un estúpido.

Por las noches siempre vuelvo al trabajo, pero no a los números, vuelvo más bien a la soledad de mi cueva, al silencio de los fantasmas. Entonces leo poemas herméticos, relatos de emergencia, revistas literarias antiguas. Mi oxígeno está en las noches solitarias de lectura. Cuando no leo, escribo algunas cosas, pero nunca acabo nada, porque siempre he considerado que acabar un texto, cerrarlo, es asesinarlo. Todo queda siempre abierto en mi cueva porque estoy seguro de que la vida es sólo un proyecto hasta que se acaba, y, cuando se acaba, ya no es vida. Durante esas/estas horas de soledad fumo con delectación, saboreo cada cigarro como una muerte tranquila y deseada. Algunas veces me quedo absorto mirándome las manos. Otras veces me quedo dormido de puro cansancio.
A veces me da por pensar en la ternura de los números, en su valor positivo, en su significado concreto de adición y no de resta. Pienso en mi hijo Guillermo contando con la dificultad de la edad y con los dedos de la mano, así intento que los números me muestren su cara más agradable, pero siempre puede la realidad sobre mi esfuerzo: los números me ahogan.
Las letras son otra cosa distinta, menos cerradas de significación que los números, son signos arropados de indicio, signos abiertos que ponen una simbología incierta a la imaginación, y pueden ser mediocres si el hombre es mediocre, pobres si el hombre es pobre de espíritu, lúcidas si el hombre es lúcido, tristes si el hombre está triste... responden al ser mismo y al estado pasajero, laten al mismo son que el corazón del hombre, pueden emanar de las vísceras o del alma misma, definen o confunden, arman o destruyen, arrebatan o deprimen... Las letras, para su mal, también nombran a los números.
Me gustaría que mis hijos fueran brillantes, pero a la vez felices; que tengan la fortuna de cara, pero que también la miseria les toque las tripas; conocer sus vidas colmadas, pero saberlos inquietos. Mis hijos son el miedo, el miedo total y absoluto en todos sus estadios. Odio el miedo sobre todas las cosas, pero adoro a mis hijos, y ello me produce tensión, una tensión confusa muy difícil de llevar.
Cuando era joven, cuando apenas tenía más ataduras que las qué yo decidía, el miedo era algo ficticio y lejano. Nunca había pensado en la muerte como la pienso ahora, nunca había sentido los lazos de la sangre ahogándome como ahora me ahogan. Los hijos me traen el miedo de la desaparición, del acabamiento. También me traen el miedo que propicia la seguridad que debo darles y que yo mismo no tengo. Quizás en eso consista el amor: miedo, un miedo terrible a todo y a todos.
A veces, muy de tarde en tarde, salgo por la noche a tomar unas copas. Siempre hago coincidir mis salidas en solitario con algún evento pasado que me marcó vivamente. Salgo a beber solo en el aniversario de la muerte del dictador, el día en que se van cumpliendo los años de la muerte de Cesare Pavese –el día 27 de agosto–, el día que pienso en Casariego Córdoba atado a los raíles de una triste vía de tren... Siempre bebo Havana 7 con cola y zumo de limón o me fumo un poquito de maría. Y siempre acabo riendo o llorando solo, caminando despacio en la ambigüedad de la noche, mirando con tristeza a las farolas que escupen sobre mí su luz ámbar. Al llegar a casa, siempre, todos duermen plácidamente.
Sobre mi mesa tengo un diccionario VOX de Biblograf forrado en plástico transparente. Es un ejemplar antiguo de uso escolar, pero lo tengo porque me divierten las ilustraciones de línea que se reparten abundantemente entre sus páginas. En el corte del contralomo hay escrito su nombre junto a unos dibujos regulares que semejan un zócalo persa. Me gusta pasar las hojas con rapidez para producir un efecto de movimiento sobre el dibujo. Tengo también sobre mi mesa unas tenazas de golpe seco con las que personalizo los documentos de mi propiedad con mis iniciales en relieve. Trabajo en una estación G4 de Macintosh que amarillea por la acción del humo del tabaco. Completan mi mesa una cajita vacía de bastoncillos de algodón hidrófilo repleta de pinturas, un paquetito de Kleenex, dos ceniceros con propaganda de bebidas alcohólicas, una cajita de madera vacía que hace tiempo me regaló una amiga y tres mecheros baratos. Todo ello conforma un espacio habitable en el que poder soportar la venganza del tiempo y el dolor de los números. También reposan sobre mi mesa un motón de libros de poesía sin una línea definida.
Existir es no estar en los caminos paralelos al que hemos decido transitar, por ello me gustaría no existir, no estar anudado a un solo camino, pero no sé cómo se puede lograr tal circunstancia. Existo y lo vomito a diario, porque soy consciente de que cada paso niega mil pasos distintos, y estoy asqueado de esta constante elección. Existo porque escogí el patinete rojo en el sesenta y siete, porque opté por el bachillerato de Ciencias y no por el de Lengua, porque decidí empezar a fumar en el setenta y cuatro, porque pedí tres prórrogas de estudios para aplazar mi servicio militar, porque salí una noche y decidí volver a casa a las cuatro y cuarto de la madrugada mientras mis amigos continuaron la fiesta... Existir es dejar definitivamente de ser otro.
Hay días en los que me conformo con mirar una vela encendida o a una mujer que me sobrepasa en mi camino al trabajo o un escaparate lleno de esos productos que se hacen necesarios por los ojos y no por la necesidad misma. Esos días me sobrecoge una sensación de falsa felicidad que hace su laburo con exacta pulcritud. Conformarse, aunque sólo sea unos segundos, es permanecer, porque desaparecer es vivir, y vivir siempre lo entendí como no conformarse. Tonto juego de palabras, ¿verdad? Tonto juego de palabras cuando la vida sólo es una parte pequeñita del azar que es todo, absolutamente todo. ¿Acaso la más mínima célula, el ser más simple, no es fruto de un azar? Dios no existe si decidimos que no exista, y eso también es azar; un azar poco pensado, pero útil.
Otros días no me conformo con nada, y se me hace un nudo en la garganta, y eso es estar vivo. No sé por qué estoy aquí y soy como soy pudiendo ser de otra manera, no sé cómo puedo aguantar la vida que me he impuesto, no sé por qué escribo, no sé por qué no grito de una vez hasta que se me agote la voz. Pero eso es estar vivo. ¡Es estar vivo!
Últimamente me interesa mucho la muerte, noto en mí un sentimiento parecido a la pasión para con este concepto. Es inexorable, por lo que debiera estar aceptada desde los primeros estadios del conocimiento, pero siempre se la asocia a cierta fatalidad. Es bella, pero se la teme y se la desfigura en cualquier tipo de representación iconoclasta y se la mitifica desde el temeroso respeto en cualquier religión. No me importa lo que suceda después de la muerte, pero me subyuga su pensamiento, el pensamiento en el momento justo del salto de lo que supone un cuerpo organizado a un cuerpo caótico. La vida es orden y la muerte caos... ¿o quizás sea al contrario? No lo sé. En todo caso, me lo pregunto y me anonado intentando responderme. ¿Cómo será un mundo por negación? No vida ni muerte, no orden ni caos, no yo ni vosotros. ¿Se puede definir la inexistencia?, ¿y no es eso la muerte, pura negación? A veces es más práctico afanarse en una copa de vino con la compañía de unas olivas bien aliñadas... ¿Y no es eso también la muerte?

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