Huida sin banda sonora

La ciudad me persigue.
Me acechan los libreros tras de sus mostradores,
las mucamas me miran desde sus ojos trágicos
venidos del oriente inconcreto o del sur más extremo,
los niños, asustados, detienen su embeleso en los escaparates,
los bufones de cárdigan –snobísimos, como pobres poetas–
dejan que sus puñales señalen en mi espalda
la cruz de una estrategia,
los pobres me perturban con sus miradas cómplices,
los obreros desprecian mi paso
con sus manos marcadas como cristos menores,
la mujer con su bolsa de fruta me huye
desatando sus pasos como un tranco de yegua,
las fábricas detienen su nata en los desagües
y con sus fumarolas indican mi presencia.
No hay mar, pero sus olas dejan como cerveza
mi nombre en las aceras...

La ciudad no me quiere entre sus habitantes
y da la voz de alarma.
Cierran los hospitales sus puertas a mi herida,
políticos y artistas firman un manifiesto
contra mi voz y gritan y hacen muecas.
Las iglesias se unen y niegan comunión
al que me dé cobijo...

El miedo me penetra punzando los esfínteres,
todo está contra mí... pero todo es silencio.

El tipo del mercado no quiere mi dinero
y mira de soslayo mis manos blancas, limpias,
como si fueran signo de la sangre o el arma.

«Juro que no he hecho nada, que soy un pobre hombre...»,
pero cierran sus rejas delante de mi boca
y cuelgan sus letreros para justificarse.

No sé cómo explicarles lo que me está pasando,
pues candan sus oídos, sus ojos, sus portales...

«Déjenme, por lo menos, que salga a campo abierto».

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