Vachel Lindsay entra en el cielo

Caminando tampoco se llega a parte alguna.

Yo, que horadé las trochas de la ciudad quemada
por el fuego de las luces,
que arrumbé mi cuerpo en extraordinarios parajes
de Illinois o Nevada,
que comí con los pobres ratas sabrosas al amor de la lumbre,
que supe del banquete en New York y en Springfield,
que vi la muerte en las minas
y el dolor en los campos de centeno....

estoy aquí, desnudo, nítido,
aguardando el algodón sintético del norte,
la lluvia ácida y el viento putrefacto
que llega desde desde los puertos
con ese hedor a estibadores y a marineros
podridos por la sífilis y el chancro.

Estoy aquí expuesto al lametón de los maricas,
a la mano del sátiro asesino de muchachas,
desesperando una muerte que nadie quiere darme,
porque no soy el muerto que necesitan, el que buscan.

Me presto al coito de los puñales
y solo el de la indiferencia me penetra.
Me regalo a las balas
y todas llevan otros nombres.

Yo, que grité en los mercados, en las ferias;
que encabecé algaradas,
que viví en los burdeles más sórdidos de Boston,
que robé para poder comer;
yo, que amortajé a la muerte misma
en una boca de Metro de Manhatan,
y lo hice con cartones y trapos viejos...
no tengo dónde morir ni cómo...

¿No hay siquiera un veneno accesible
que llevarme a la boca?

•••

Vachel Lindsay ingirió un desinfectante doméstico en Soringfield el día 5 de diciembre de 1931.

© luis felipe comendador

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